.El
pasado veintiocho de marzo se cumplieron setenta y cinco años de la muerte de
Miguel Hernández. Por encima de las circunstancias que condicionaron la vida y
la obra del poeta oriolano, se alza su extraordinaria poesía. A pesar de las
indudables influencias que tuvo su obra, sobre todo en la primera etapa, la voz
poética de Hernández se erige, entre los poetas de su tiempo, con una
indiscutible y acentuada personalidad.
Podríamos
dividir en cuatro etapas diferenciadas la vida y la poesía del vate alicantino.
En la primera se percibe la influencia de un entorno social católico y
conservador. Miguel estudia hasta los quince años en los colegios jesuitas de
Orihuela, vive el influyente conservadurismo eclesiástico del momento y respira
el profundo sentido religioso de su entrañable amigo Sijé. Concluida la etapa
escolar, comparte su oficio de pastor de
cabras con largas horas de lectura, en las que los clásicos, la poesía barroca
y el modernismo, tienen su prevalencia. En esta primera etapa de poesía local,
juvenil, se refleja esa influencia socio-religiosa y barroca, propia de las
lecturas y del entorno que le rodea. Sin embargo, incluso en este albor de su
poesía, ya se percibe su personalidad: la metáfora es un trazo de su propia
realidad vital, una expresión de lo sencillo, de lo cotidiano, donde, a veces,
como en su primer libro, “Perito en Lunas”, el hermetismo barroco de Góngora
destaca en su más cruda cotidianidad.
En
el segundo viaje a Madrid, después del relativo fracaso del primero, comienza
la segunda etapa de su vida y de su obra poética. El encuentro con la atmosfera
liberal del Madrid de la República, el ambiente poético-cultural-artístico del
momento, tan lleno de atrevimientos vanguardistas y, sobre todo, las amistades
e influencias de Pablo Neruda y de Vicente Aleixandre, producen en Miguel
Hernández un cambio radical en su forma de pensar personal y poética.
La
urgente pasión amorosa del poeta, que encuentra la frialdad del desdén en su
novia oriolana, Josefina Manresa; o el desprecio de la pintora Maruja Mallo,
después de otorgarle generosamente sus primeras experiencias sexuales, le
provocan el canto al amor de una forma trágica y apasionada en los bellos
sonetos de “El Rayo que no cesa”. Nadie hasta entonces había cantado de forma
tan sublime al amor desdeñado, Miguel convierte en tragedia personal ese
desprecio, ese desdén al impulso amoroso, de una forma profundamente bella y
descarnada, donde la fuerza de la metáfora, enmarcada perfecta y magistralmente
en los catorce versos del soneto, se hace herida sonora del quejido amoroso.
En
enero de 1936, cuando estaba a punto de publicarse “El Rayo que no cesa”, le
llega la noticia, a través de Vicente Aleixandre, de la muerte de su amigo del
alma, Ramón Sijé. A Miguel, se le caen los versos del corazón como gotas de
sangre dolorosas y escribe la más extraordinaria elegía a la amistad que haya
podido escribirse nunca en la historia de la poesía española: “...A las aladas
almas de las rosas/ del almendro de nata te requiero/ que tenemos que hablar de
muchas cosas, / compañero del alma, compañero”.
La
tercera etapa poético-vital de Miguel Hernández, comienza al tomar la decisión
de alistarse al Partido Comunista de España y presentarse, en septiembre de
1936, como voluntario en la guerra civil a favor de la Republica. Su poesía,
entonces, se convierte en un grito de guerra. Versos repletos de fuerza
popular, pero que, sin embargo, no pierden en absoluto su hermoso, personal y
extraordinario hálito poético. Dentro de la guerra, la poesía de Miguel
contiene dos etapas distintas: una primera que refleja ese impulso popular y
apasionado de “Viento del pueblo” y una segunda, contenida en “El hombre
acecha”, llena reflexiones poéticas sobre la injusticia y la tragedia de una
guerra incivil y fratricida, y, tal vez, de desengaños personales sobre las
ideas de un mundo nuevo e igualitario, después, sobre todo, de su viaje a
Rusia.
La
cuarta y definitiva etapa del poeta oriolano es aquella en que las circunstancias
posteriores a la Guerra Civil, le llevan a las cárceles, al abandono y a una
enfermedad y muerte consecuencias de la denigrante situación carcelaria de la
postguerra. Tras las rejas de las cárceles y entre las paredes de las celdas,
escribió Miguel Hernández su bellísimo libro de despedida, el “Cancionero y
romancero de ausencias”, donde la poesía se endulza hasta lo íntimo, se amansa
hasta la tristeza y se percibe la vida, el amor y la muerte como un susurro de
queja y esperanza.
La
tremenda injusticia con que a este grandísimo poeta se le dejo morir, sin hacer
nada para impedirlo, con tan solo 31 años, en un camastro del Reformatorio de
Adultos de Alicante, raya en el asesinato o en la ejecución material, por
omisión, de aquella pena de muerte conmutada dos años antes.
Era
un hombre bueno y un extraordinario poeta, que vivió de forma apasionada todo
aquello que le toco vivir y que se entregó en cuerpo y alma a lo que creyó
justo.
Si
con tan solo diez años de creación, Miguel Hernández, nos dejó su
extraordinario legado literario y poético, podemos, quizá, hacernos una idea de
la enorme obra que hubiese podido crear si la muerte y sus cómplices no le
hubiesen arrebatado la vida aquella madrugada del 28 de marzo de 1.942